¿Qué huele en Macondo?: El olfato en Cien años de Soledad

Autor: John Linsky
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Resumen: Cualquier filólogo sabe que hay una falta de estudios literarios sobre el olfato debido a su incorporación bastante tardía dentro de la literatura occidental y al desinterés social por el mismo olfato, al que Kant llamaba uno de los “bajos sentidos” y lo que Hegel calificaba como demasiado vinculado con lo material para poder ser disfrutado estéticamente (Rindisbacher Smell 17). La nariz empezó a ganar importancia literaria con los primeros modernistas franceses a finales del siglo XIX y a principios del XX. El nuevo interés por este sentido ignorado tiene que ver, como señala Hans J. Rindisbacher, con la importancia del individuo en el psicoanálisis; las nuevas teorías del tiempo y sus asociaciones con la memoria del filosofo Bergson, y los nuevos conocimientos lingüísticos por parte de Saussure. A diferencia de los otros sentidos, como la vista, al olfato le falta un vocabulario particular para poder describir los casi diez mil olores que podemos detectar. Por lo tanto, la incorporación de las sensación olfatoria se muestra difícil tanto para los autores en sus obras como para nosotros en nuestra habla cotidiana. Lo único que nos permite expresar semejantes sensaciones es el empleo de frases como “huele a…” o “el olor de…”. Como señala Rindisbacher, este fenómeno inevitable “…breaks the smooth, authorially controlled surface of realistic texts and refers the reader to the chaos of the very object world that the text is designed to keep in check” (Sweet 213).

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